jueves, 14 de mayo de 2015

Tiempo para tener sexo

Decidieron usar lo que nadie usaba… el tiempo. Decidieron que ese don preciado que tenían entre ambos creciera con el tiempo, alimentándose de ellos, de su irreprimible amor.
Por ese motivo decidieron esperar, no dar ese paso que ahora se produce tan a la ligera, decidieron no entregarse el uno al otro.
Ellos ya habían estado con otras personas, ya habían experimentado el amor, el desengaño, el dolor, el sexo… a veces todo a la vez. Pero esta vez querían algo diferente, radicalmente diferente. En eso coincidieron, como en tantas otras cosas.
Decidieron no besarse, no acariciarse, no hacer el amor. Decidieron amarse con miradas, con palabras, con gestos. Entonces eran pareja, pero sólo de amor, de amor platónico. No les verías agarrados de la mano, ni besarse dulcemente al despedirse, ni apasionadamente en el aparcamiento o en el ascensor. Ellos lo hacían con palabras y con miradas.
No sé cuánto tiempo estuvieron así, un par de meses quizás. Por dentro se morían de ganas, el deseo les quemaba el interior, la pasión les consumía, pero ellos… querían algo especial esta vez. Querían torturarse para demostrarse que ese amor irrefrenable que sentían era algo puro, que esta vez no iba a doler como en otras ocasiones. Ambos estaban también de acuerdo en este breve verso de un poeta desconocido: “Amor, dolor; ambos siempre juntos pues no existen el uno sin el otro”.
De este modo pasaron los días, las semanas y los meses y su amor aumentaba. Su deseo crecía de un modo tremendo y su pasión les torturaba por las noches. Ambos tenían mil y un remedios para calmar estos sentimientos, acarrear bultos, duchas de agua fría, paseos en la madrugada, deporte convulsivo… Sus amigos más allegados les insistían en que estaban locos, pero ellos siempre replicaban: “Sí, sí, pues espera a que llegue el momento”.
Pues el momento llegó, de la forma más estúpida, de la forma más bella. Habían quedado, como siempre, por la tarde para dar un paseo, para charlar, para amarse de ese modo tan particular. Empezó a llover, suavemente en principio, pero luego con una intensidad creciente. Sólo tuvieron tiempo de refugiarse en la casa de la tía de él, a escasos veinte metros de donde se encontraron. Su tía les saludó con ilusión, pero les dijo que marchaba, ya que tenía que atender a su “sobrinita”, la prima, que estaba enferma. De un modo apresurado se largó de la casa dejándoles en ella hasta que acabara la tormenta.
La tormenta no acababa, sino que aumentaba constantemente. Prácticamente tenían que hablar a gritos, se tenían que amar a gritos. Por eso no iban a los bares de copas ni a las discotecas, porque en esos lugares les quitaban la única forma que tenían para amarse, las palabras.
No sé por qué esa vez fue diferente, quizás había llegado el momento anhelado, pero ellos no lo descubrieron hasta que se separaron de un dulce beso, de un beso de vértigo.
Se miraron fijamente y asintieron con la cabeza gravemente. Ese fue el gesto que destapó todas sus emociones abrazándose con un profundo suspiro y con lágrimas en los ojos.
Ya en el dormitorio se fueron desvistiendo lentamente, grabando en su memoria todos los movimientos que iban realizando. Él la besaba dulcemente sobre la ropa mientras la quitaba una prenda tras otra. Sus suspiros eran inequívocos de que sus movimientos eran de su agrado. La besaba en los pies, en las rodillas, en las manos, en la frente, en los párpados, en los labios largamente.
Ella se entretenía con su pelo, con su espalda, sus manos, sus labios… los gemidos exhalados por ambos eran una alegoría de la vida y del deseo, tenían vida propia.
Entonces sus caricias se hicieron más intensas, más localizadas, más insinuantes. Él le acariciaba los pechos suavemente, los pezones pellizcaba con delicadeza hasta que se erguían orgullosos, le volvían loco sus gemidos, sus movimientos insinuantes de desear más y más caricias.
Ella le acariciaba con insistencia los glúteos, masajeándoselos tan intensamente que algo creció palpitando en el lado contrario.
Todo lo que se habían reprimido durante tanto tiempo lo estaban destapando lentamente esa tarde, mientras una ruda tormenta de granizo arreciaba en el exterior.
En unos momentos ya estaban ambos desnudos, enredados en
la cama. Los cuerpos despedían sensualidad, pasión, deseo y sexo. El ambiente estaba cargado de olores elocuentes.
A ellos no les bastaba con oler, querían saborear aquello que tanto han anhelado, por lo que tantas veces se han masturbado. Girándose el uno sobre el otro encontraron aquello que buscaban, una sonrisa cruzó sus caras.
Besándose en partes tan íntimas se les iba el tiempo, no descansaban, no cesaban de darse placer el uno al otro. El clítoris de ella sobresalía de forma espectacular por la excitación del momento al igual que el glande de él latía de forma firme y segura. El placer les embargaba, les mareaba, y en un momento de intenso vértigo les sobrevino el orgasmo, profundo, llegando hasta sus entrañas.
Se abrazaron y lloraron, tanto amor desprendían que no les cabía en el pecho, y parecía que las lágrimas era la única válvula de escape.
Sin que quedase ahí la cosa se siguieron besando, acariciando, abrazando, pellizcando y mordiendo suavemente sus cuerpos, explorándose, sin perderse detalle.
Abrazándola a ella la tumbó en la cama boca abajo, situándose él encima. Los abrazos, y los besos continuaron, él derrochaba ternura sobre ella, ella, por la posición, sólo podía recibirla. Le acarició los pechos, las nalgas, las caderas, el ombligo, la cara, a la vez que la besaba. Entonces la abrió las piernas y, a la vez que la acariciaba suavemente el clítoris, la penetró lentamente. Un suspiro largo y ahogado recorrió sus cuerpos. Una vez se unieron lo más profundamente que se podían unir, se quedaron inmóviles, reteniendo todas las sensaciones en su memoria. Sentían cómo se llenaban de la otra persona, cómo se introducía en su alma, en su corazón.
Después de ese inmóvil disfrute empezaron a danzar sensualmente. No se movían con brío como otras veces, sino que bailaban. Parecían los bailarines principales de una pasión contemporánea. Casi se podía oír la música entre los gemidos de ambos, una música “in crescendo”, intensa, rítmica, beethoviana quizás.
Derramaron toda su pasión dentro del cuerpo del otro con unas convulsiones, gemidos, gritos y suspiros que no dejaban lugar a dudas… se amaban.
Abrazados, exhaustos de la danza sensual y acariciándose dulcemente se susurraron bellas palabras, antiguos versos de amor, que siempre serán nuevos.
Quizás estos dos amantes sean ellos, quizás seas tú, o yo… o quizás nosotros.

mi email mariedurane95@gmail.com

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